Es muy complicado hablar de comida con pretensiones de ser leído cuando resulta que es un tema del que todo el mundo sabe, en mayor o menor medida, porque se trata de una actividad que casi todo el mundo realiza varias veces al día (Al menos en los pueblos que tenemos la suerte de comer).

Es cierto que cuando hablamos a determinados niveles hay quienes dicen cosas que normalmente no se conocen, salvo por los muy iniciados o los especialistas, ya se trate de temas de salud, de calidad alimentaria, de productos ignotos, etc., pero a nivel "usuario" uno puede hacer poco por los demás, porque cualquier truco habitual en la cocina propia es seguro que es usado de antiguo por muchas personas. En este sentido ha sido habitual el boca a boca que, hoy en día, ha sido sustituido por internet (Hemos pasado del vis a vis al bit a bit), lo que pone al alcance de cualquiera todo tipo de trucos "cocineriles", incluidos los de los cocineros más prestigiosos o prestigiados.

Sin embargo, si partiésemos de esa base, mejor sería dejar de aporrear teclas y disponernos a cocinar en lugar de a escribir, y como esa no era la idea inicial, habrá que inventar algún motivo para plasmar las ideas en letras, ya que para plasmarlas en platos solemos encontrar tiempo de cualquier manera, al menos los que gustamos de esta manera de pasarlo.

Hay quienes, al albur de la escritura gastronómica, destilan humor y esa circunstancia ya es simplemente motivo suficiente para la lectura. Otras personas describen escenarios más que recetas, y ello agrada a quienes placen de leer adjetivos en lugar de sustantivos, sobre todo si, además, lo hacen con ritmo poético. Otras, en fin, hablan de cualquier cosa más interesante que la comida si no saben interesar en este último tema, y eso es algo que a mí, personalmente, me aterra, porque de lo quiero hablar es de comida y en un sentido que pueda servir para algo.

Y ese es el problema: No soy especialista en nada relacionado con la cocina. Al menos no más especialista que la mayoría de los que se acercan a los fogones (O a los calentadores, ya que lo de fogón debería aplicarse únicamente al lugar con fuego de verdad, con llama o flama, como otros dicen).

Así pues ¿Qué decir que no sea insistir en temas tan trillados? Me llamaría la atención discurrir sobre los forzados del fogón. No sobre los triunfadores, la élite, sino sobre aquellos que deben seguir trabajando en sus cocinas a pesar de obtener exiguos beneficios. Quienes nos dan de comer frente a los que ponen en órbita las excelencias de nuestras cocinas.

Vaya por delante que, para mí, la verdadera cocina de cada lugar está en las casas particulares, o, al menos, lo ha estado tradicionalmente. Cuando el éxito de una zona en materia de restauración se dispara, a mí lo que me gusta es ir a la casa de alguien y que me dé de comer lo que tradicionalmente cocina, aunque sea comida de domingo o de fiesta, y es ahí dónde me fijo para reflexionar cómo se come en esa zona; no en sus restaurantes, que dependen más de la demanda exterior e interior y, por ello, de la capacidad económica de los comensales.

Es por ello que mi pasión por las ventas la pongo en relación directa con esa circunstancia: siendo establecimientos de hostelería, son los más cercanos a los hogares (Palabra mágica que designa la vivienda por su relación directa con la cocina) y en los que, usualmente, degusto la comida más casera de la restauración pública.

Ahora que se vuelven a poner de moda esas ventas de antaño, atenazadas, poco ha, por la correcta vigilancia de los niveles alcohólicos de los conductores, resulta que sus cocineros (Me resisto a utilizar el galicismo al uso teniendo un idioma tan rico) empiezan a pasarse al "enemigo", poniendo en sus mesas platos al borde de la modernidad y apartándose poco a poco de las tradiciones que durante tanto tiempo mantenían.

¡Ojo! Me parece una tendencia admirable que hará por nuestra cocina más que cualquier campaña turística artificial. Admiro el empeño de nuestros actuales cocineros de adaptarse a los gustos generales del turista y del gastrónomo y alabo el resultado de todo ello, sobre todo porque también lo disfruto. Pero, qué quieren que les diga, yo sigo muriendo por esa venta, apartada o no tan apartada, en la que me ponen en un gran plato de loza uno o dos cazos de berza o potaje o guiso (Cualquier cosa que haya estado destilando sabores y aromas durante horas), aunque los goterones de caldo o salsa manchen la pulcritud de los bordes del plato. Me da igual. Un buen migote de pan moreno dejará el plato más limpio que el mejor de los lavaplatos y el más agresivo de los jabones. Ese será el verdadero éxito, que al final de la comida no parezca que se ha comido en ese plato. Será señal de que está todo a buen recaudo en nuestra caja fuerte fisiológica, en la que guardamos transitoriamente nuestra más preciadas joyas gastronómicas.

Y al final he terminado hablando de mis gustos en lugar de reflexionar más sesudamente (Demasiado pretencioso por mi parte) sobre algún tema más interesante. Pero deberán perdonarme, sólo sé hablar de lo que me gusta (De lo que no me gusta también hablo, pero no tan bien, me podrían salir exabruptos por doquier). Sólo espero que, al hilo de estas palabrejas que he vertido con "chentimiento", haya alguien que me diga "quiyo, pues tienes razón, yo también soy de ese tipo de ventas". Si somos muchos, a lo mejor siguen manteniendo la tradición y no se pasan al otro lado. Y si hay que beber agua, pues toda la vida lo he estado haciendo en la mayor parte de mis comidas y las he disfrutado igual de bien. Y también es cierto que con una par de copas no se da positivo, y no se necesita más para una buena degustación con maridaje (No me termina de gustar este término, pero eso igual me da para escribir otro día). En cualquier caso lanzo mi grito: Salvemos las ventas tradicionales. Al menos para hacerme el favor a mí de seguir disfrutándolas como es debido.

Gracias por soportarme unos minutos.

José María Rosso