Terminé mi anterior digresión ("Cómo como yo I") lanzando una llamada para salvar las ventas tradicionales cuando, en realidad, me había propuesto hablar sobre los forzados del fogón, intención que se me reveló mientras iniciaba mi perorata sobre las "cosas del comé", como el buen amigo Pepe Monforte llama a todo este asunto.

No hay nada especial en ello, salvo el desagravio (Que por venir de mí es de muy poca trascendencia) por las continuas alabanzas (Y también reproches) que se hacen a los triunfadores, si consideramos como tales sólo a los que trascienden a su propio entorno, ya que quien hace bien su trabajo y satisface con ello a los demás, por pocos que sean, no cabe duda que también es un triunfador, aunque muchos no lo reconozcan así o no les satisfaga plenamente este tipo de triunfos.

Hay tantos establecimientos de hostelería que, forzosamente, como en todos los ámbitos, la gran multitud de cocineros la componen la clase media y baja de las cocinas, y entre ellos habrá quienes con total decoro dignifiquen su profesión y quienes la maltraten con su desidia, si bien es cierto que, en tales casos, poco tiempo deberían durar en tal menester si quisieren seguir ganándose la vida.

Quienes en tales circunstancias ejercen bien su labor se conocen también todos los trucos que desde antaño se han venido transmitiendo de generación en generación, con las ineludibles adaptaciones a la cocina actual, ya provengan de las madres y abuelas, de los maestros, compañeros y amigos o de cualquier persona un poco instruida en la materia, porque en la mayoría de las ocasiones son alumnos de la vida que no han pasado por escuelas del ramo, donde se enseñan no sólo las técnicas y forma de hacer locales, sino todo aquello que se ha recopilado en los libros especializados y con profesores técnicos en la materia.

Y, aunque también es cierto que algunos de ellos, de magníficas facultades y con la cabeza bien puesta, han llegado a triunfar ante el público y la crítica, sin embargo la mayoría han debido seguir laborando y elaborando en donde podían y con lo que les daban. Y es a este "con lo que les daban" a donde finalmente quería llegar.

La finalidad de la restauración, más allá de la puramente crematística que tiene todo oficio o profesión, es la de dar de comer, y eso se puede hacer de muchas maneras, como cada uno ha podido comprobar a lo largo de su vida en su propio entorno. Pero se ha convertido en un arte cuando los productos a los que se tenía acceso eran los mínimos. A los que tenemos cierta edad, nuestros padres nos solían contar las estrecheces de la postguerra y la imaginación que había que echarle a la cosa para que cualquier condumio adquiriese un poco de prestancia en la mesa. Y eso siempre que hubiera pan para acompañar.

Afortunadamente, llegaron tiempos mejores, pero ello no significa que en muchos lugares no se haya perpetuado el arte de hacer mucho con poco. Cada uno tiene su propio paraíso de lo frugal, en el sentido de sencillez, en el que con pocos ingredientes se elaboran magníficos guisos, algo que en la actual gastronomía parece reñido con los grandes restaurantes. Ahora, por mucho que se ensalce el producto natural y su poca manipulación, se le suele rodear de una pléyade de acompañamientos que muchas veces lo oscurecen y hasta lo anulan, sin que aporten, en realidad, ninguna suculencia adicional. Si acaso cierto cromatismo y elegancia que agrada a la vista pero disipa el paladar.

Quien se esfuerza en los fogones humildes, cantera inagotable, sin embargo, de grandes profesionales, no suele utilizar demasiados productos y, eso sí, casi nunca aquellos que proceden de lejanos mercados o supongan sabores extraños para el consumidor local. Los tomates, cebollas, ajos, pimientos, puerros, apios, nabos y similares constituyen la mayor parte de los elementos que necesitan para hacer, junto con unas pocas especias del lugar, apetitosos guisos o sabrosas salsas. Dentro de sus limitaciones saben utilizar de manera maestra las verduras y hortalizas que casi siempre han estado a nuestra disposición en esta parte del mundo.

Sin embargo, la globalidad llega a todas partes, y los productos nos invaden casi sin enterarnos. Ingredientes que hace poco se conocían de oídas o se tenía acceso a ellos de manera muy dificultosa, hoy los podemos encontrar a nuestro alcance en muchas tiendas que ni siquiera son especializadas. Y cuando se trata de grandes superficies o mayoristas de alimentación, entonces ya hay pocas cosas a las que no se pueda tener un acceso bastante sencillo, sobre todo porque hay muchos productos que ya vienen elaborados o semielaborados desde cualquier parte del mundo.

Este fenómeno ha creado en muchos cocineros la moda de la cocina Makro, a la que llamo así por la utilización de productos principales con salsas y añadidos precocinados de bajo precio y que permiten hacer platos vistosos y económicos. El llamarlos Makro se debe única y exclusivamente a que es el mayorista de hostelería más cercano y que mejor conozco, pero no el único. Y no es peyorativo, porque se trata de establecimientos que nos acercan multitud de productos de gran categoría a los que, de otra forma, sería complicado acceder. Y tampoco quiere ello decir que utilizar esos productos sea de mala cocina, sino que se busca una comodidad y facilidad en la preparación de los platos que también incide (O debe incidir) en el precio final, aunque, por supuesto, también incide en la calidad del plato, por mucho que esos productos "pre" estén suficientemente garantizados, testados, autorizados y saborizados.

Desde luego que esta no es la mejor solución "gastronómica" para los establecimientos humildes (¡Ojo, también es utilizada por otros menos humildes que, en razón del precio que ponen a sus menús, incurren en una actuación a la que cada uno puede poner el nombre que quiera), pero no es menos cierto que es el sino de los tiempos y nos tenemos que acostumbrar a ello, como nos acostumbramos (Muchos no nos hemos acostumbrado todavía) a los establecimientos de la llamada comida basura.

No me atrevo a apelar a la honradez de los forzados del fogón para criticar esa actitud porque cada uno hace con su negocio lo que quiere o, lo que es más penoso, lo que puede, pero siempre es más agradable encontrar en esos pequeños negocios una salsa de tomate con tropezones del propio tomate, o de cebolla o pimiento, y sabor a un aceite de oliva en condiciones, que una salsa roja de uniforme textura y con sabores estandarizados

Por ello, porque siguen existiendo y siguen sobreviviendo, como cualquier otro negocio menor, a base de trompicones, y porque siguen dándonos de comer, con mayor o menor calidad, pero siempre con la intención de agradarnos por unos pocos euros, quería tener este recuerdo para ellos, porque sin ellos no estarían los renombrados, los "artistas", los que nos asombran con maravillas que nosotros, simples cocinillas, no acertamos a recrear ni utilizando la fotocopiadora esa en 3D que se han inventado. Gracias. De verdad. Muchas gracias. Todavía hay veces que se me caen dos lagrimones cuando en algún lugar inesperado me ponen algo que llevaba mucho tiempo esperando.

José María Rosso